Uno de los descubrimientos más reveladores en mi camino de bioreprogramación fue darme cuenta de que, cada vez que sanamos, siempre lo hacemos con mamá y papá.
Puede sonar extraño al principio, pero piensa en esto: fuimos concebidos con la unión de dos linajes, con sus historias, dolores, heridas y aprendizajes. Todo eso vive en ti, quieras o no.
Cuando trabajas una herida de abandono, estás tocando una memoria que seguramente también vivió tu madre o tu padre. Cuando enfrentas un miedo profundo, muchas veces es el mismo miedo que ellos tuvieron, o que incluso tus abuelos guardaron en silencio.
Sanar no es señalar con el dedo y decir “ellos tuvieron la culpa”. Sanar es comprender que ellos hicieron lo mejor que pudieron con las herramientas que tenían, y que a través de ti tienes la oportunidad de transformar lo que se repite.
En mis sesiones, acompaño a muchas mujeres que me dicen: “no quiero ser como mi mamá” o “quiero darle a mis hijos lo que yo no tuve”. Y es justamente ahí donde la vida nos muestra que no se trata de huir del pasado, sino de reconciliarnos con él.
Siempre sanas a mamá y papá porque son tu raíz. Al reconocer sus heridas, también reconoces las tuyas. Al darles un lugar en tu corazón, te das a ti misma el permiso de florecer.
No importa qué tan difícil haya sido tu historia: sanar a tus padres en ti es abrir la puerta a una vida más libre y amorosa.
Recuerda: no sanamos para ellos, sanamos con ellos. Y al hacerlo, liberamos también a nuestros hijos.
